El soldado que permaneció 29 años luchando después de que acabara la II Guerra Mundial

Publicado 18 mayo, 2017 por admin
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Tras terminar la Segunda Guerra Mundial, el soldado japonés, Hiroo Onoda, permaneció 29 años escondido y luchando en la selva. Su pelotón no quiso admitir la derrota, para ellos solo había dos opciones: la victoria o la muerte.

El último soldado

Wikimedia Commons

Japón trató de poner fin a la guerra de forma rápida y contundente con el ataque de Pearl Harbor, pero, aunque el golpe resultó muy desmoralizador, lejos de sofocar el fuego lo avivó. La maquinaria de guerra estadounidense y sus científicos se pusieron en marcha y tras reconstruir la flota de aviación, atacaron a los japoneses con toda su fuerza: dos bombas atómicas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki.

Nunca antes se había contemplado un poder tan destructivo y Japón no pudo sino rendirse. Todos, menos Onoda y sus hombres.

Teniente por sorpresa

Onoda había llegado a la Isla de Lubang, Filipinas, el 26 de diciembre de 1944 como parte de un escuadrón especializado en la guerra de guerrillas. Su misión era destruir muelles, aeródromos y cualquier otro recurso que pudiera ser utilizado por el enemigo. 

Eran soldados temibles, sigilosos y extremadamente disciplinados. Armados con katana y armas de fuego, sus órdenes eran: no rendirse nunca y no morir, a no ser que fuera luchando.  

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Este tipo de escuadrones hicieron la vida imposible a los americanos en multitud de islas, pero en Lubang no lograron resistir el desembarco de la armada estadounidense el 28 de febrero de 1945.

Menos Onoda y tres hombres -Akatsu, Shimada, Kotsuka-, todos los soldados de su formación murieron aquel día. Ascendido a teniente en la cadena de mando, nuestro protagonista ordenó a sus hombres que se ocultaran en las colinas, desde donde continuaron haciendo guerra de desgaste.

En octubre de 1945, miles de panfletos cayeron sobre Lubang. En ellos podía leerse: «La guerra terminó el 15 de Agosto de 1945, ¡Bajen de las montañas!»

 

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Onoda y sus hombres consideraron los panfletos una trampa del enemigo. La guerra no podía haber terminado tan pronto y, si lo hubiera hecho, no lo anunciarían así, humillándose. Era un truco para lograr que bajaran de su escondite y aniquilarlos.

En diciembre, nuevos panfletos volvieron a caer, esta vez firmados por el general japonés Tomoyuki Yamashita. Onoda y sus hombres examinaron las notas con atención determinando, de nuevo, que se trataba de un engaño.

Cansado de todo, Yuichi Akatsu, uno de los soldados de Onoda se alejó del grupo en 1949, rindiéndose a las fuerzas del orden filipinas en 1950. Esta deserción fue tomada como una afrenta y un problema de seguridad terrible y, desde entonces, Onoda y el resto del grupo, se volvieron aún más cautelosos. Cuatro años después, el soldado Shimada moría de un disparo efectuado por un grupo de rescate al que previamente habían atacado. 

Onoda y Kotsuka continuaron quemando campos de arroz y atacando puntos que consideraban estratégicos durante veinte años, hasta que el 20 de febrero de 1974, moría de dos disparos su último soldado. La policía filipina había acudido a sofocar uno de sus incendios, provocando un tiroteo, e hiriendo de muerte a Kotsuka.

En soledad

Completamente solo, Onoda continuó adelante con su particular guerra, convirtiéndose en una pequeña leyenda local. Norio Suzuki, un estudiante japonés reconvertido en aventurero se propuso encontrarlo y lo hizo. Se hicieron amigos, pero Onoda se negó a abandonar su puesto. Según explicó, estaba cumpliendo órdenes y, mientras un superior no le relevara de su misión, allí continuaría.

 Onoda y Suzuki. Wikimedia Commons

Suzuki regresó a Japón llevando consigo diversas fotografías como prueba de vida del teniente Onoda y su misión.

Sorprendidos, el gobierno japonés envió a su antiguo superior, el mayor Taniguchi, quien ahora trabajaba de librero, hasta Lubang. Una vez allí, y acompañado por un grupo de civiles, miembros del gobierno y la prensa, localizó a Onoda y le ordenó rendirse. 

El 9 de marzo de 1974, Onoda por fin se rendía, deponiendo su espada y su rifle de cerrojo Arisaka, el arma estándar del ejército japonés, que conservaba en perfecto estado de revista.

El gobierno perdonó que en su periplo hubiera matado a unos 30 compatriotas y civiles filipinos, lo indultó y lo recibió con honores. Fue, oficialmente, el último soldado en activo del Ejército Imperial Japonés y todas su pagas atrasadas le fueron abonadas.

No fue el último en realidad, el soldado Teruo Nakamura —recuperado en la isla indonesia de Morotai el 18 de diciembre de 1974— le ganó por 7 meses, pero, aunque pertenecía al Ejército Imperial, había nacido en Taiwán y por ello, los japoneses prefirieron no tenerlo en cuenta. Además, no era oficial.

La vida después de la isla

Onoda escribió un libro sobre su estancia en la isla en la que contó sus aventuras y secretos. Estaba en perfecto estado de salud, en 30 años solo había guardado cama una vez y tenía todos los dientes, ya que los cepillaba a diario.

Sin embargo, no logró adaptarse a vivir de nuevo en sociedad, al menos no en una tan cambiada como Japón. El salto generacional, la tecnología y la falta de respeto de los jóvenes, le llevaron emigrar a Brasil donde se dedicó a la ganadería.

Tras la noticia de un adolescente japonés que había asesinado a sus propios padres, decidió regresar a Japón y tratar de hacer algo. Creó la Escuela Hiroo Onoda de supervivencia para jóvenes, en la que trató de inculcar valores a las nuevas generaciones. Murió en 2014, a la edad de 91 años.

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