Desde siempre, el ser humano ha sido un animal con una gran curiosidad. Este impulso nos ha ayudado en nuestra evolución y desarrollo a lo largo de los siglos y puede incluso que sea parte del éxito de nuestra especie. ¿Tienen los científicos alguna explicación para este impulso innato de los humanos?
Así es, la curiosidad, a diferencia del hambre o la sed, no viene determinada por la satisfacción de alguna necesidad fisiológica. Se trata de un impulso intrínseco en nosotros, que nos ayuda a explorar y aprender cuando somos bebés y también a sobrevivir cuando ya somos adultos.
Como ocurre con casi todo, no hay una única definición para la curiosidad, pues depende de la disciplina desde la cual se estudie. William James, uno de los primeros psicólogos modernos, la definió como «el impulso hacia una mejor cognición». Por otro lado, Pavlov, quien hizo los famosos experimentos de condicionamiento con perros, la definió como un reflejo innato hacia los estímulos novedosos en nuestro entorno.
En general, desde la Psicología existe cierto consenso y se entiende la curiosidad como «un medio de recopilación de información».
Este impulso abarca una amplia variedad de comportamientos, por lo que no se puede hablar de «el gen de la curiosidad», así en singular. Como en cualquier otro comportamiento humano, tanto los genes como el ambiente juegan un importante papel a la hora de determinar nuestra conducta y su efecto combinado da lugar a las diferencias entre las personas.
En un estudio de 2007 publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, los investigadores identificaron cambios en un gen específico para la curiosidad en los pájaros cantores, animales especialmente interesados en explorar su entorno. En los humanos, este gen se conoce como DRD4 y sus mutaciones se han asociado con la propensión hacia la búsqueda de novedades y de información.
«Si los bebés no tuvieran curiosidad, nunca aprenderían nada y el desarrollo no ocurriría» asegura Katherine Twomey, profesora de Lenguaje y Desarrollo comunicativo en la Universidad de Manchester. En los primeros años de vida, un bebé tiene que asimilar un gran cantidad de información rápidamente y la curiosidad es la herramienta que usamos para guiarnos en esta tarea.
Se han realizado cientos de estudios con respecto a la curiosidad en bebés y ya en 1964 un estudio encontró que bebés de entre 2 y 6 meses pierden el interés en patrones complejos cuando ya no suponen una novedad, como les sucede por ejemplo con los juguetes. Esto se conoce con el nombre de «curiosidad perceptiva» y es lo que motiva a los animales no humanos y a los bebés y adultos humanos a explorar y buscar cosas nuevas.
De hecho, comenzar a hablar supone un acto de curiosidad, pues un bebé genera un sonido y explora otras formas de producir sonidos diferentes. Así es como va conociendo su sistema fonador, los sonidos que genera y cómo se combinan para que suenen como lo que escucha a su alrededor.
Que podamos imaginar algo no significa que vaya a poder realizarse y muchas veces, fallar forma parte del proceso. Por ejemplo, cuando los bebés ya gatean quieren intentar caminar, pues hay mucho más por explorar. Este proceso de aprender a caminar conlleva múltiples caídas, pero el impulso por conocer más es tan fuerte que nos anima a seguir intentando caminar a pesar de las caídas.
Puede haber consecuencias más graves derivadas de la curiosidad. Fuentes afirma que ha podido ser la causa de la extinción de grandes poblaciones de humanos que intentaron encontrar maneras de vivir en zonas con condiciones complicadas pero no lo consiguieron. Donde unos fallaron, otros sí hallaron la forma de sobrevivir, como los inuit en Groenlandia, Canadá y Alaska.
Aunque la curiosidad sea algo innato en nosotros de manera genética, no todas las personas sienten el mismo nivel de curiosidad. Te dejamos 6 formas para aumentar tu curiosidad:
Foto de portada JohnsBuffalo